miércoles, 30 de diciembre de 2015

CONFESIÓN*



Juan Carlos Ortiz Z.

Ella se llama Irene. Yo soy Alfonso. Con Irene vivo cerca de seis años y confieso que me harté. Así es. Me harté de sus caderas anchas, de sus enormes senos blancos, de sus nalgas colosales que han empezado a ponerse flácidas como su vientre, de sus manías para todo, del olor de su piel, y, hasta ahora, no me explico bien el porqué. Cuando me pregunto sobre ello (escasas veces por cierto, no conviene hacerlo a menudo) no hallo una respuesta satisfactoria. Y no es que Irene fuera fea, todo lo contrario.
Para llenar este vacío inquietante, que a veces me retiene en la calle sin el menor deseo de volver a casa, recuerdo la explicación que me hiciera un antiguo compañero de universidad. Lo recuerdo mal. Me comentó una última vez que nos vimos por casualidad, hace años, en el mercado, en el pasaje de las frutas, que había leído un artículo científico sobre el amor en una revista de prestigio, y que la lectura le había sido reveladora, que confirmaba su tesis de que los amores largos no existían, y que reforzaba sin duda su tenaz oposición al matrimonio. Apenas duraban por encima de los tres años, dijo, hasta los cuatro tal vez, y que nada existía más allá, apenas la costumbre. También dijo, creo recordarlo, que el enamoramiento era cuestión de un líquido muy sutil. ¿En la sangre? No estoy seguro. No estoy seguro si en todo el cuerpo o en un punto en especial; podría ser el corazón lo más probable. Pero me cuesta creer que el amor sea un líquido, como el líquido de las ampollas que hay en las farmacias, me parece más bien una inhalación y exhalación larga, duradera, de meses o de años. Al menos, eso me pareció al principio. Ahora no estoy seguro, será que ya no tengo el espíritu de un adolescente.
Al inicio las cosas fueron excepcionales con ella. La conocí una mañana en la universidad. Vino a economía con el grupo de amigos de clase, y desde el primer instante en que la vi, me atrajo. Después que nos presentaron  todos estuvimos conversando un buen rato entre risas. Cuando nos quedamos solos (el resto había desaparecido entre la preocupación por los libros de biblioteca, las fotocopias, las coordinaciones de grupo para los trabajos del fin de semana, etc.) charlamos y bromeamos unos minutos más, y quedamos en ir al cine el fin de semana, a ver Jurassic Park.
Allí empezó todo. Enamoramos por dos años y luego decidimos vivir juntos contra toda oposición. Los dos primeros años, del enamoramiento, iba a buscarla o venía por mí a la facultad. Por las tardes, solíamos cumplir nuestros pequeños planes que se hicieron rutina: ir al cine, a tomar helados a la avenida Ejército, pasear por Yanahuara... Irene me hacía sentir de maravilla, no había comparación con las experiencias anteriores y eso me ponía seguro, y sentía que había encontrado la otra parte de mi vida.
Los dos primeros años y algo más de vivir juntos, los pasamos: ella del instituto por las mañanas a dependienta en una tienda de calzados por las tardes. Yo de la universidad en las mañanas a dictar clases sin tregua toda la tarde en una academia de estudios preuniversitarios anuales. Por supuesto, las matemáticas son mi fuerte, aunque de nada me sirven ahora.
Aquella época fue maravillosa. Recuerdo que teníamos alquilado un cuartito en Miraflores. Los sábados y domingos, después del almuerzo, que preparábamos nosotros, solíamos hacer una siesta de una hora, o ver televisión, y, luego, hacíamos el amor hasta el anochecer. Después, salíamos a la calle a cenar algo ligero; y a la vuelta, a preocuparnos por el lunes, las clases a preparar en mi caso (por esa época, no le daba ya mucha importancia a la universidad), y después de una ducha, de nuevo a la cama.
El dinero no nos sobraba, pero no había quejas. Con nuestros salarios y las mensualidades modestas que Irene recibía de su madre, a escondidas, sin que el padre se enterara, y la mensualidad que mi padre me daba casi siempre (algún mes podía fallar) se estaba bien. En ocasiones, teníamos nuestras riñas de guardería, pero nada serio. Sin duda, fue una buena época.
Ahora todo ha cambiado, incluso Irene. Vivimos un año y medio en casa de sus padres. Tenemos alquilada una tiendecita en la avenida Estados Unidos. Allí pusimos una librería discreta y unas maquinas de fotocopiar (debemos ganarnos la vida de algún modo). Irene atiende el negocio por las mañanas, y yo por las tardes. Creo que lo hacemos de este modo para evitar el toparnos las tantas horas que tiene el día. Todo es tácito. Todo se desgasta. A veces pienso en marcharme, pero algo me lo impide, no es lástima, ni el tener que cumplir con ella o su familia. ¿Qué es? No lo sé.
Como dije, la reemplazo en la tienda de fotocopiar por las tardes, a la una. Para esto, cruzo a diario las calles de Juan Pablo, desde la casa de los padres de ella hasta la avenida. Y también cruzo el parque en el que estoy ahora fumando con tranquilidad, sentado en este banco de concreto frente a la casa rosada de dos pisos, en la que observo, ya con el deseo remansado, exhalando bocanadas de humo, la ventana vertical casi transparente, al fondo, sobre la puerta del garaje de esa casa, en la que unos minutos antes, la mujer, la joven, se jabonara bajo la ducha con ademanes truculentos, como si intuyera desde hace tiempo que la observo y no quisiese negarme su acto.
Así ocurre desde hace mucho. Un juego repetitivo. Y, aunque suene mal, esto alivia mi alma y no me siento ridículo como antes, lo confieso, y en virtud de este alivio decido quedarme  unos minutos más a fumar otro cigarrillo, en este parque, que exhibe un verde maravilloso...


*Cuento publicado en el libro “Bajo la lluvia” (2009).

martes, 29 de diciembre de 2015

TRES RENGLONES Y UNA EQUIS*




 Juan Carlos Ortiz Z.

¡Sar, sar...! ¡Mi sar...!
El sargento despierta y se endereza rápidamente en la cama.
¿Qué pasa? dice. Había estado soñando feo.
¡Ladrones, creo que son ladrones, y en el despacho, mi sar!...
El sargento, aún adormecido por el sueño, se esfuerza por oír conteniendo la respiración, y, aguzando todos los otros sentidos, trata de percibir algo, de todos modos, en la insondable oscuridad de la cuadra.
¡Carajo, ya no respetan ni el puesto de policía…! Pero... ¿estás seguro?
¡Sí, mi sar!
A continuación, el viejo salta de la cama arrojando las frazadas, y llama:
¡Zegarra! ¡Zegarra!
No le hará caso, mi sar, Zegarra cuando duerme es una piedra.
¡Carajo!...
Una vez en pie, clase y subalterno, ya despiertos del todo, se toman un par de segundos para oír algo en el silencio de la noche, desde la oscuridad de la cuadra. En seguida, un insignificante murmullo los lleva a abrigarse de prisa, nerviosos, con la atención puesta en el despacho, el cuarto más importante del puesto policial.
El sargento, después de enfundar los pies gruesos en los borceguíes, busca su arma por todos lados; tropieza unos segundos después con su forma familiar en el cajoncillo de la mesita común. Estaba fría y aceitosa.
¡Abra la puerta, Apaza...! dice.
Está abierta, mi sar...
La noche era una masa sólida de oscuridad, casi tangible.
El sargento, una vez en el umbral, por intuición o costumbre, clava la mirada en la puerta imaginaria del despacho, en el punto en el que debería estar, al frente, del otro lado del patio de tierra que la oscuridad esconde. Solo podía oírse en ese instante, en el hueco de la noche, la respiración pesada de Zegarra, que seguro habría cambiado de lado sobre el colchón, en el fondo de la cuadra.
El viejo jefe de puesto sale cauteloso, con el arma en la derecha a la altura del estómago, sintiendo aún el frío de la culata de hierro forrada en madera grasosa. De inmediato, el frío manosea sus tobillos y pantorrillas desnudas, pues, lleva los borceguíes abiertos como orejas de elefante, arrastrando los cordones. De modo exagerado, su vientre sobresale por encima del elástico amplio de los calzoncillos, y del pantaloncillo blanco y corto de dormir. Una sensación de desasosiego le revolotea en las tripas, y traga saliva a cada momento.
Allí afuera todo está en profunda calma, en una calma fastidiosa que afecta los nervios.
El obeso sargento continúa desplazándose con pasos laterales, sobre la veredita de concreto que acompaña a los muros que rodean el patio de tierra, rozando el espeso capote verde contra la pared de adobe, mirando atento al frente. Una vez acostumbrado a la oscuridad, la puerta del despacho y las ventanas se hacen visibles mágicamente, en esa escasa fosforescencia del cielo sin estrellas, que sus ojos heridos por el sueño no pudieron percibir en un inicio.
Una vez en el flanco contiguo, el hombre viejo echa un vistazo por la pequeña ventana baja de la cocina. No alcanza nada. A tres o cuatro pasos a continuación, la puerta tiene el candado de costumbre con sus extraños repujados ininteligibles. Lo aprieta con fuerza para cerciorarse que es real. Luego del otro ángulo, hace lo mismo, mira por los vidrios a la sala de archivos, e imagina la pila de legajos polvorientos atados o cosidos con gruesos pabilos blancos en el rincón habitual.
Apaza, a la altura de la cocina, siguiendo los pasos del sargento, echa una ojeada por la ventana, al acercar la cara a los vidrios oye unos ruidos. Imagina a alguien junto a la vieja mesa de madera en la oscuridad, se sobrecoge; entonces, afirma mejor los pies en la vereda, dudando, en el interior los murmullos crecen y el guardia no vacila en tirar del gatillo astillando el silencio de la noche y uno de los vidrios cuadrados de la ventana. El estruendo es enorme, hace eco en el cielo vacío y oscuro.
¡¿Quién-ca-ra-jo-es?! pregunta el sargento, asustado, luego de unos segundos que parecieron un siglo, mordiendo cada sílaba de la frase, pegado a la pared, listo para contestar el fuego.
¡Guardia Apaza, mi sar!
...
¡¿Quién es, carajo?! –grita Zegarra con la voz salida de su garganta seca por el susto, desde la puerta de la cuadra, sin saber si hay alguien en la oscuridad exterior. Trae el correaje grueso en la mano, que ensarta la funda que guarda el revólver. Nadie puede verlo.
¡Shhh...!
El sargento mira por la ventana del despacho, luego se acerca a la puerta. El candado estaba puesto como todas las noches.
¡Las llaves! pide.
Apaza se dirige rápidamente a la voz, a grandes trancos, inseguro, procurando adivinar dónde pisa y describiendo una hipotenusa entre la cocina y la puerta del despacho.
El sargento entra sigiloso en el ambiente oscuro, con el arma lista y el candado en la izquierda estrujándolo con violencia. ¿Entrarían por la ventana que da afuera, a la pampa inmensa? Luego anda casi en puntillas hasta medio despacho, con los ojos bien abiertos, después vira un poco y se asoma a la mesa que hace de escritorio, en el rincón.
Luego de unos segundos dice por decir algo y hacer tierra con la tensión del instante, con su voz ronca de sargento:
¡Solo está la calata, carajo! Se refería al semidesnudo de la muchacha en el almanaque de lubricantes Castrol, en la pared sobre el escritorio, que creía ver en la oscuridad y que todos tienen grabado en la memoria.
Mi sar, se va a volver ciego, no haga tanto esfuerzo dice Apaza, sarcástico, apoyado en el muro interior del despacho, junto a la entrada, ya relajado.
En la cuadra, al frente, el guardia Zegarra acababa de asomar por segunda vez al umbral de la puerta, esta vez más arropado, y con el mechero de pantalla de vidrio recién encendido. Solo aguardaba un poco más a que la llama, aún desvanecida, cobrara fuerza del todo, y que sus ojos dejaran de dolerle por el sueño. Entonces, el sargento escrutó mejor el largo del cuarto que se empleaba como despacho, reinventado tenuemente en ese momento por la luminosidad amarillenta y vacilante del mechero, que ingresa por los cristales y la puerta marcándose en la pared opuesta de ventanas mucho más pequeñas que daban a la pampa inconmensurable.
Al parecer, todo estaba en orden.
El sargento vuelve al calendario enorme, y allí estaba la joven, en traje de baño rojo de una sola pieza, impasible y soberbia, revelada por la luz. La sombra del hombre viejo, proyectada por la emisión del mechero, baila al lado del almanaque.
¿Qué es, mi sargento?
La pregunta vino del patio de tierra. No hubo respuesta. A continuación, una carcajada irrumpe en el despacho.
¡Oiga!, ¿de qué se ríe? pregunta el sargento, ceñudo,  mientras deposita el arma y el candado sobre la mesa, junto a la máquina de escribir. Apaza, mostrando los dientes, señala con un índice oscuro. A la luz del mechero, la figura del guardia Zegarra luce grotesca en el umbral del despacho. Traía quepí, el capote espeso colgado de sus hombros, las piernas desnudas, los borceguíes abiertos, el mechero con pantalla de vidrio en la izquierda y el brazo derecho colgándole muerto por el peso del revolver.
El hombre mayor con la cara ajada se vuelve hacia Apaza. El guardia recién examina al hombre viejo de pies a cabeza y se disculpa llevando los dedos a la visera. Solo Apaza traía unos viejos pantalones de la institución.
¿Qué fue, mi sargento? pregunta Zegarra otra vez.
Parece que nada responde con voz ronca el interpelado, y sale hacia la cuadra. Mañana es lunes, me voy a la cama.
Juraría que oí algo, mi sar dice Apaza, siguiéndolo.
Serán fantasmas, o tu imaginación...
Se fueron a dormir.



En esa región inconmensurable de la sierra, en la que el puesto de policía era un lunar casi solitario en la inmensa pampa verde y marrón, el sargento era el único capaz de distinguir un día lunes de un domingo, o un jueves, o cualquier otro día. Para el resto de efectivos, todo era igual, excepto la temporada de lluvia: el sol sale por el mismo lugar; el cielo es siempre azul; las nubes tienen las mismas formas; el horizonte, claro, el mismo; las estrellas y la noche, silenciosas. Pero ahora, estaban los ruidos.
Ese lunes los sonidos volvieron a presentarse y el sargento saltó hacia la ventana armado.
¿Qué puede ser, mi sargento? pregunta Zegarra, esta vez despierto.
... Mmm... ¿La guerrilla?... No sé.
Aquí no creo, jefe, prácticamente estamos con un pie en el otro país, además, eso terminó hace años.
Es mejor prevenir, no hay que confiarse.
Mi sar, yo no oí nada dice Apaza.
A decir verdad, creo que yo tampoco, mi sargento...
Shhh...
¿Qué es eso?
¡Parece una maquina de escribir!
Luego de unos segundos largos, en la oscuridad de la cuadra, los dos guardias se visten veloces y empuñan sus armas.
¡Vamos, muévanse, a las ventanas y la puerta! dice la voz ronca del jefe de puesto. Salir anoche descubiertos fue una cojudez.
Se parapetaron aguardando movimientos y un posible ataque. Después de esperar un buen rato, salieron.
¡Zegarra, aquí, cúbrenos! ¡Apaza, a la derecha, a la cocina!
Salieron sigilosos al frío, bien aferrados a los revólveres. Y cuando Apaza indicó, en voz baja, que todo estaba despejado el sargento cruzó cauto el umbral y luego el patio como si buscara sorprender a una gallina por la cola; y, una vez en el otro punto, frente a la puerta del despacho, oye un ruido claro y dispara repetidas veces, y en seguida se parapeta a un costado de la puerta. Los fogonazos rasgaron la oscuridad sucesivamente. Luego de un silencio pesado, el jefe de puesto mete las dos hojas de un puntapié; estas ceden con quejidos, fácilmente.
Una vez dentro, escruta por un momento el interior, y aguza la vista para alcanzar la mesa que la oscuridad envuelve; de allí venían los ruidos.
¡El mechero! pide.
Apaza cruza el umbral de la cuadra hacia el interior procurando no rozar el aire. Busca el mechero en la ventana. Finalmente, Zegarra toma la lata sin la pantalla de vidrio y cruza rápidamente el patio. Chasquea el palito de fósforo en la lija de la cajilla que buscó en su capote y prende el trapo empapado en querosene. La oscuridad se repliega desde las manos del sargento.
¿Qué fue eso? preguntó Zegarra, distraído mirando en derredor, como si pensará en voz alta clavado en el vacío del despacho.
El sargento camina hacia la mesa y Zegarra lo sigue mecánicamente. A sus dos sombras, enormes y vacilantes en uno los muros, se junta la de Apaza.
¿Quién usó la maquina ayer? interroga el viejo jefe de puesto, desconcertado.
Yo contestó Zegarra. Ayer hice el parte sobre el disparo de Apaza. Solo eso.
Apaza se intranquiliza. El sargento entrega el mechero a Zegarra y en seguida libera los folios del rodillo de la voluminosa Remington. Toma su mentón preocupado con la mano izquierda y la derecha asoma el papel a la lumbre, luego acerca la cara gruesa repentinamente sobre la hoja. Los dos guardias hacen lo propio y se estremecen. Zegarra y el sargento miran a Apaza. Éste niega con la cabeza repetidas veces, todavía impresionado. La hoja bulky tenía tres renglones de equis más una en la línea siguiente, el resto estaba en blanco. Apaza mira la silla y luego la máquina sobre la mesa y se persigna rápidamente.
               
               
               
A la mañana siguiente, temprano, reexaminan el despacho. La mesa tenía dos agujeros de bala; la máquina estaba intacta, con apenas un raspón. Los plomos se habían alojado en la pared de adobe, el polvillo del yeso y la pintura verde agua por los impactos fue ostensible en el piso de madera renegrida por el petróleo.
Hacia las ocho de la mañana, después del desayuno, el sargento atendió a la mujer robusta de polleras y dientes cetrinos por las hojas de coca, y al curandero que Apaza se había empeñado en traer temprano, de algunos kilómetros al este.
Es un alma en pena, señorcito dijo la mujer.
Sería gueno pagar una mesa, jefe dice el curandero.
La mujer y el hombre complementaron el tema de las almas en pena y apariciones, extendiendo sus relatos y experiencias hasta cerca de las nueve, refiriendo en el transcurso un hecho pasado que sorprendió al sargento.
Ya por la tarde, el jefe de puesto había removido la mitad del cuarto de archivos, buscando intrigado el cuaderno de partes que mencionara algún incidente en el puesto. La muerte de un oficial años atrás referido por la mañana. Cuando lo halló, no sin mucho esfuerzo, las líneas decían:


PARTE Nro. 029–PPP–GC.
ASUNTO: Da cuenta sobre la muerte, presunto suicidio, del O.GC. CASTAÑEDA BARRIGA Ricardo (35), hecho ocurrido el día 03NOV61 a horas 16.00 aproximadamente, en el Puesto Policial de Perca.

INFORMACIÓN: El día 03 NOV 61 a horas 16.20 aproximadamente, el GC. Antonio RAMÍREZ MONTALICO, a su regreso de una diligencia oficial en la comunidad de Molloko a 8 kilómetros, encontró al Oficial GC. Jefe de Puesto de Perca CASTAÑEDA BARRIGA Ricardo, muerto por un disparo en la cabeza en el despacho del Puesto Policial…


El sargento comentó el hallazgo a sus subordinados sin mucho entusiasmo, en el último café de la tarde, con la noche ya encima y la llama del mechero combatiéndola desde su pedestal de lata.
El tipo tenía apellido norteño, seguro no aguantó la zona, la soledad y se mató.
Pero, ¿un oficial en un puesto como este? Apunta Zegarra.
Una rencilla personal con algún jefazo, seguramente dice Apaza.
Los dos guardias tomaron el descubrimiento finalmente en broma. Pero, cierto miedo los invadía en las noches cuando escuchaban o imaginaban escuchar ruidos. El cabo y los guardias que llegaron con los víveres para un mes, dos días después del último incidente, se mostraron incrédulos frente al hecho, y dormían placenteramente como infantes hasta el día en que cumplieron la semana de su regreso. Ese domingo en la noche el cielo y la pampa eran un pozo de obscuridad impenetrable. Después de la media noche, se oyeron ruidos evidentes que provenían del despacho. Zegarra, Apaza y el sargento se despertaron sobresaltados, preguntándose qué pasaba. Los recién llegados también despertaron, arrastrados por los murmullos en la cuadra. Afuera, en el patio, los ruidos se perdían en las manifestaciones del viento fuerte, que esa noche fue toda una novedad.
¡Caray, sí, es la máquina! dijo uno los guardias que había llegado con el cabo y los víveres, asustado. En eso, el viento ululó alto y el tablón grueso que tranca la puerta de la cuadra cayó con un golpe seco retumbando en todo el ambiente oscuro.
¡Carajo!... dijo el cabo con la boca seca a la mitad de la cuadra.
El sargento ya estaba sentado en la cama empuñando el revólver con las dos manos sudorosas, apuntando a la puerta. Las dos hojas cedieron con un chirrido agudo y una línea fosforescente de tono ámbar proveniente del despacho, o el patio, o de donde fuere, se inventó vertical. El resto de efectivos con los torsos levantados de los catres se petrificaron. La puerta seguía cediendo acompañada de los rechinidos, y el viento glacial, que correteaba violento en el exterior, ingresó enfriando el yeso de los muros del ambiente, las repisas y las caras grasosas de cada uno de los guardias civiles.


*Cuento publicado en el libro “Bajo la lluvia” (2009).