Juan Carlos Ortiz Z.
─¡Sar, sar...! ¡Mi sar...!
El sargento
despierta y se endereza rápidamente en la cama.
─ ¿Qué pasa? ─dice. Había estado soñando feo.
─¡Ladrones, creo que son ladrones,
y en el despacho, mi sar!...
El sargento,
aún adormecido por el sueño, se esfuerza por oír conteniendo la respiración, y,
aguzando todos los otros sentidos, trata de percibir algo, de todos modos, en
la insondable oscuridad de la cuadra.
─¡Carajo, ya no respetan ni el
puesto de policía…! Pero... ¿estás seguro?
─¡Sí, mi sar!
A
continuación, el viejo salta de la cama arrojando las frazadas, y llama:
─¡Zegarra! ¡Zegarra!
─No le hará caso, mi sar, Zegarra
cuando duerme es una piedra.
─¡Carajo!...
Una vez en
pie, clase y subalterno, ya despiertos del todo, se toman un par de segundos
para oír algo en el silencio de la noche, desde la oscuridad de la cuadra. En
seguida, un insignificante murmullo los lleva a abrigarse de prisa, nerviosos,
con la atención puesta en el despacho, el cuarto más importante del puesto
policial.
El sargento,
después de enfundar los pies gruesos en los borceguíes, busca su arma por todos
lados; tropieza unos segundos después con su forma familiar en el cajoncillo de
la mesita común. Estaba fría y aceitosa.
─¡Abra la puerta, Apaza...! ─dice.
─Está abierta, mi sar...
La noche era
una masa sólida de oscuridad, casi tangible.
El sargento,
una vez en el umbral, por intuición o costumbre, clava la mirada en la puerta
imaginaria del despacho, en el punto en el que debería estar, al frente, del
otro lado del patio de tierra que la oscuridad esconde. Solo podía oírse en ese
instante, en el hueco de la noche, la respiración pesada de Zegarra, que seguro
habría cambiado de lado sobre el colchón, en el fondo de la cuadra.
El viejo
jefe de puesto sale cauteloso, con el arma en la derecha a la altura del
estómago, sintiendo aún el frío de la culata de hierro forrada en madera
grasosa. De inmediato, el frío manosea sus tobillos y pantorrillas desnudas, pues,
lleva los borceguíes abiertos como orejas de elefante, arrastrando los
cordones. De modo exagerado, su vientre sobresale por encima del elástico
amplio de los calzoncillos, y del pantaloncillo blanco y corto de dormir. Una
sensación de desasosiego le revolotea en las tripas, y traga saliva a cada
momento.
Allí afuera
todo está en profunda calma, en una calma fastidiosa que afecta los nervios.
El obeso sargento
continúa desplazándose con pasos laterales, sobre la veredita de concreto que
acompaña a los muros que rodean el patio de tierra, rozando el espeso capote
verde contra la pared de adobe, mirando atento al frente. Una vez acostumbrado
a la oscuridad, la puerta del despacho y las ventanas se hacen visibles
mágicamente, en esa escasa fosforescencia del cielo sin estrellas, que sus ojos
heridos por el sueño no pudieron percibir en un inicio.
Una vez en
el flanco contiguo, el hombre viejo echa un vistazo por la pequeña ventana baja
de la cocina. No alcanza nada. A tres o cuatro pasos a continuación, la puerta
tiene el candado de costumbre con sus extraños repujados ininteligibles. Lo
aprieta con fuerza para cerciorarse que es real. Luego del otro ángulo, hace lo
mismo, mira por los vidrios a la sala de archivos, e imagina la pila de legajos
polvorientos atados o cosidos con gruesos pabilos blancos en el rincón
habitual.
Apaza, a la altura
de la cocina, siguiendo los pasos del sargento, echa una ojeada por la ventana,
al acercar la cara a los vidrios oye unos ruidos. Imagina a alguien junto a la
vieja mesa de madera en la oscuridad, se sobrecoge; entonces, afirma mejor los
pies en la vereda, dudando, en el interior los murmullos crecen y el guardia no
vacila en tirar del gatillo astillando el silencio de la noche y uno de los
vidrios cuadrados de la ventana. El estruendo es
enorme, hace eco en el cielo vacío y oscuro.
─¡¿Quién-ca-ra-jo-es?! ─pregunta el sargento, asustado,
luego de unos segundos que parecieron un siglo, mordiendo cada sílaba de la
frase, pegado a la pared, listo para contestar el fuego.
─¡Guardia Apaza, mi sar!
─...
─¡¿Quién es, carajo?! –grita
Zegarra con la voz salida de su garganta seca por el susto, desde la puerta de
la cuadra, sin saber si hay alguien en la oscuridad exterior. Trae el correaje
grueso en la mano, que ensarta la funda que guarda el revólver. Nadie puede
verlo.
─¡Shhh...!
El sargento
mira por la ventana del despacho, luego se acerca a la puerta. El candado
estaba puesto como todas las noches.
─¡Las llaves! ─pide.
Apaza se
dirige rápidamente a la voz, a grandes trancos, inseguro, procurando adivinar
dónde pisa y describiendo una hipotenusa entre la cocina y la puerta del
despacho.
El sargento
entra sigiloso en el ambiente oscuro, con el arma lista y el candado en la
izquierda estrujándolo con violencia. ¿Entrarían por la ventana que da afuera,
a la pampa inmensa? Luego anda casi en puntillas hasta medio despacho, con los
ojos bien abiertos, después vira un poco y se asoma a la mesa que hace de escritorio,
en el rincón.
Luego de
unos segundos dice ─por decir
algo y hacer tierra con la tensión del instante─, con su voz ronca de sargento:
─¡Solo está la calata, carajo! ─Se refería al semidesnudo de la
muchacha en el almanaque de lubricantes Castrol,
en la pared sobre el escritorio, que creía ver en la oscuridad y que todos
tienen grabado en la memoria.
─Mi sar, se va a volver ciego, no
haga tanto esfuerzo ─dice Apaza,
sarcástico, apoyado en el muro interior del despacho, junto a la entrada, ya
relajado.
En la
cuadra, al frente, el guardia Zegarra acababa de asomar por segunda vez al
umbral de la puerta, esta vez más arropado, y con el mechero de pantalla de
vidrio recién encendido. Solo aguardaba un poco más a que la llama, aún
desvanecida, cobrara fuerza del todo, y que sus ojos dejaran de dolerle por el
sueño. Entonces, el sargento escrutó mejor el largo del cuarto que se empleaba como
despacho, reinventado tenuemente en ese momento por la luminosidad amarillenta y
vacilante del mechero, que ingresa por los cristales y la puerta marcándose en
la pared opuesta de ventanas mucho más pequeñas que daban a la pampa
inconmensurable.
Al parecer,
todo estaba en orden.
El sargento
vuelve al calendario enorme, y allí estaba la joven, en traje de baño rojo de
una sola pieza, impasible y soberbia, revelada por la luz. La sombra del hombre
viejo, proyectada por la emisión del mechero, baila al lado del almanaque.
─¿Qué es, mi sargento?
La pregunta
vino del patio de tierra. No hubo respuesta. A continuación, una carcajada
irrumpe en el despacho.
─¡Oiga!, ¿de qué se ríe? ─pregunta el sargento,
ceñudo, mientras deposita el arma y el
candado sobre la mesa, junto a la máquina de escribir. Apaza, mostrando los
dientes, señala con un índice oscuro. A la luz del mechero, la figura del
guardia Zegarra luce grotesca en el umbral del despacho. Traía quepí, el capote
espeso colgado de sus hombros, las piernas desnudas, los borceguíes abiertos,
el mechero con pantalla de vidrio en la izquierda y el brazo derecho colgándole
muerto por el peso del revolver.
El hombre
mayor con la cara ajada se vuelve hacia Apaza. El guardia recién examina al
hombre viejo de pies a cabeza y se disculpa llevando los dedos a la visera. Solo
Apaza traía unos viejos pantalones de la institución.
─¿Qué fue, mi sargento? ─pregunta Zegarra otra vez.
─Parece que nada ─responde con voz ronca el
interpelado, y sale hacia la cuadra─. Mañana es
lunes, me voy a la cama.
─Juraría que oí algo, mi sar ─dice Apaza, siguiéndolo.
─Serán fantasmas, o tu
imaginación...
Se fueron a
dormir.
En esa
región inconmensurable de la sierra, en la que el puesto de policía era un
lunar casi solitario en la inmensa pampa verde y marrón, el sargento era el
único capaz de distinguir un día lunes de un domingo, o un jueves, o cualquier
otro día. Para el resto de efectivos, todo era igual, excepto la temporada de
lluvia: el sol sale por el mismo lugar; el cielo es siempre azul; las nubes
tienen las mismas formas; el horizonte, claro, el mismo; las estrellas y la
noche, silenciosas. Pero ahora, estaban los ruidos.
Ese lunes
los sonidos volvieron a presentarse y el sargento saltó hacia la ventana
armado.
─¿Qué puede ser, mi sargento? ─pregunta Zegarra, esta vez
despierto.
─... Mmm... ¿La guerrilla?... No
sé.
─Aquí no creo, jefe, prácticamente
estamos con un pie en el otro país, además, eso terminó hace años.
─Es mejor prevenir, no hay que
confiarse.
─Mi sar, yo no oí nada ─dice Apaza.
─A decir verdad, creo que yo
tampoco, mi sargento...
─Shhh...
─¿Qué es eso?
─¡Parece una maquina de escribir!
Luego de unos
segundos largos, en la oscuridad de la cuadra, los dos guardias se visten
veloces y empuñan sus armas.
─¡Vamos, muévanse, a las ventanas y
la puerta! ─dice la voz
ronca del jefe de puesto─. Salir
anoche descubiertos fue una cojudez.
Se
parapetaron aguardando movimientos y un posible ataque. Después de esperar un
buen rato, salieron.
─¡Zegarra, aquí, cúbrenos! ¡Apaza,
a la derecha, a la cocina!
Salieron
sigilosos al frío, bien aferrados a los revólveres. Y cuando Apaza indicó, en
voz baja, que todo estaba despejado el sargento cruzó cauto el umbral y luego el
patio como si buscara sorprender a una gallina por la cola; y, una vez en el
otro punto, frente a la puerta del despacho, oye un ruido claro y dispara
repetidas veces, y en seguida se parapeta a un costado de la puerta. Los
fogonazos rasgaron la oscuridad sucesivamente. Luego de un silencio pesado, el
jefe de puesto mete las dos hojas de un puntapié; estas ceden con quejidos,
fácilmente.
Una vez
dentro, escruta por un momento el interior, y aguza la vista para alcanzar la
mesa que la oscuridad envuelve; de allí venían los ruidos.
─¡El mechero! ─pide.
Apaza cruza
el umbral de la cuadra hacia el interior procurando no rozar el aire. Busca el
mechero en la ventana. Finalmente, Zegarra toma la lata sin la pantalla de vidrio
y cruza rápidamente el patio. Chasquea el palito de fósforo en la lija de la
cajilla que buscó en su capote y prende el trapo empapado en querosene. La
oscuridad se repliega desde las manos del sargento.
─¿Qué fue eso? ─preguntó Zegarra, distraído mirando
en derredor, como si pensará en voz alta clavado en el vacío del despacho.
El sargento
camina hacia la mesa y Zegarra lo sigue mecánicamente. A sus dos sombras,
enormes y vacilantes en uno los muros, se junta la de Apaza.
─¿Quién usó la maquina ayer? ─interroga el viejo jefe de puesto,
desconcertado.
─Yo ─contestó Zegarra─. Ayer hice
el parte sobre el disparo de Apaza. Solo eso.
Apaza se
intranquiliza. El sargento entrega el mechero a Zegarra y en seguida libera los
folios del rodillo de la voluminosa Remington.
Toma su mentón preocupado con la mano izquierda y la derecha asoma el papel a
la lumbre, luego acerca la cara gruesa repentinamente sobre la hoja. Los dos
guardias hacen lo propio y se estremecen. Zegarra y el sargento miran a Apaza.
Éste niega con la cabeza repetidas veces, todavía impresionado. La hoja bulky
tenía tres renglones de equis más una en la línea siguiente, el resto estaba en
blanco. Apaza mira la silla y luego la máquina sobre la mesa y se persigna
rápidamente.
A la mañana
siguiente, temprano, reexaminan el despacho. La mesa tenía dos agujeros de bala;
la máquina estaba intacta, con apenas un raspón. Los plomos se habían alojado
en la pared de adobe, el polvillo del yeso y la pintura verde agua por los
impactos fue ostensible en el piso de madera renegrida por el petróleo.
Hacia las
ocho de la mañana, después del desayuno, el sargento atendió a la mujer robusta
de polleras y dientes cetrinos por las hojas de coca, y al curandero que Apaza
se había empeñado en traer temprano, de algunos kilómetros al este.
─Es un alma en pena, señorcito ─dijo la mujer.
─Sería gueno pagar una mesa, jefe ─dice el curandero.
La mujer y
el hombre complementaron el tema de las almas en pena y apariciones, extendiendo
sus relatos y experiencias hasta cerca de las nueve, refiriendo en el
transcurso un hecho pasado que sorprendió al sargento.
Ya por la
tarde, el jefe de puesto había removido la mitad del cuarto de archivos,
buscando intrigado el cuaderno de partes que mencionara algún incidente en el
puesto. La muerte de un oficial años atrás referido por la mañana. Cuando lo
halló, no sin mucho esfuerzo, las líneas decían:
PARTE Nro.
029–PPP–GC.
ASUNTO: Da cuenta sobre la muerte, presunto suicidio, del O.GC.
CASTAÑEDA BARRIGA Ricardo (35), hecho ocurrido el día 03NOV61 a horas 16.00
aproximadamente, en el Puesto Policial de Perca.
INFORMACIÓN: El día 03 NOV 61 a horas 16.20 aproximadamente, el GC. Antonio
RAMÍREZ MONTALICO, a su regreso de una diligencia oficial en la comunidad de
Molloko a 8 kilómetros, encontró al Oficial GC. Jefe de Puesto de Perca
CASTAÑEDA BARRIGA Ricardo, muerto por un disparo en la cabeza en el despacho
del Puesto Policial…
El sargento
comentó el hallazgo a sus subordinados sin mucho entusiasmo, en el último café
de la tarde, con la noche ya encima y la llama del mechero combatiéndola desde
su pedestal de lata.
─El tipo tenía apellido norteño,
seguro no aguantó la zona, la soledad y se mató.
─Pero, ¿un oficial en un puesto
como este? ─Apunta
Zegarra.
─Una rencilla personal con algún
jefazo, seguramente ─dice Apaza.
Los dos
guardias tomaron el descubrimiento finalmente en broma. Pero, cierto miedo los
invadía en las noches cuando escuchaban o imaginaban escuchar ruidos. El cabo y
los guardias que llegaron con los víveres para un mes, dos días después del
último incidente, se mostraron incrédulos frente al hecho, y dormían placenteramente
como infantes hasta el día en que cumplieron la semana de su regreso. Ese domingo
en la noche el cielo y la pampa eran un pozo de obscuridad impenetrable.
Después de la media noche, se oyeron ruidos evidentes que provenían del
despacho. Zegarra, Apaza y el sargento se despertaron sobresaltados, preguntándose
qué pasaba. Los recién llegados también despertaron, arrastrados por los
murmullos en la cuadra. Afuera, en el patio, los ruidos se perdían en las
manifestaciones del viento fuerte, que esa noche fue toda una novedad.
─¡Caray, sí, es la máquina! ─dijo uno los guardias que había
llegado con el cabo y los víveres, asustado. En eso, el viento ululó alto y el
tablón grueso que tranca la puerta de la cuadra cayó con un golpe seco
retumbando en todo el ambiente oscuro.
─¡Carajo!... ─dijo el cabo con la boca seca a
la mitad de la cuadra.
El sargento
ya estaba sentado en la cama empuñando el revólver con las dos manos sudorosas,
apuntando a la puerta. Las dos hojas cedieron con
un chirrido agudo y una línea fosforescente de tono ámbar proveniente del
despacho, o el patio, o de donde fuere, se inventó vertical. El resto de
efectivos con los torsos levantados de los catres se petrificaron. La puerta
seguía cediendo acompañada de los rechinidos, y el viento glacial, que
correteaba violento en el exterior, ingresó enfriando el yeso de los muros del
ambiente, las repisas y las caras grasosas de cada uno de los guardias civiles.
*Cuento
publicado en el libro “Bajo la lluvia” (2009).