Juan
Carlos Ortiz Z.
Ella se llama Irene. Yo
soy Alfonso. Con Irene vivo cerca de seis años y confieso que me harté. Así es.
Me harté de sus caderas anchas, de sus enormes senos blancos, de sus nalgas
colosales que han empezado a ponerse flácidas como su vientre, de sus manías
para todo, del olor de su piel, y, hasta ahora, no me explico bien el porqué.
Cuando me pregunto sobre ello (escasas veces por cierto, no conviene hacerlo a
menudo) no hallo una respuesta satisfactoria. Y no es que Irene fuera fea, todo
lo contrario.
Para llenar este vacío
inquietante, que a veces me retiene en la calle sin el menor deseo de volver a
casa, recuerdo la explicación que me hiciera un antiguo compañero de
universidad. Lo recuerdo mal. Me comentó una última vez que nos vimos por
casualidad, hace años, en el mercado, en el pasaje de las frutas, que había
leído un artículo científico sobre el amor en una revista de prestigio, y que
la lectura le había sido reveladora, que confirmaba su tesis de que los amores
largos no existían, y que reforzaba sin duda su tenaz oposición al matrimonio.
Apenas duraban por encima de los tres años, dijo, hasta los cuatro tal vez, y
que nada existía más allá, apenas la costumbre. También dijo, creo recordarlo,
que el enamoramiento era cuestión de un líquido muy sutil. ¿En la sangre? No
estoy seguro. No estoy seguro si en todo el cuerpo o en un punto en especial;
podría ser el corazón lo más probable. Pero me cuesta creer que el amor sea un
líquido, como el líquido de las ampollas que hay en las farmacias, me parece
más bien una inhalación y exhalación larga, duradera, de meses o de años. Al
menos, eso me pareció al principio. Ahora no estoy seguro, será que ya no tengo
el espíritu de un adolescente.
Al inicio las cosas
fueron excepcionales con ella. La conocí una mañana en la universidad. Vino a
economía con el grupo de amigos de clase, y desde el primer instante en que la
vi, me atrajo. Después que nos presentaron
todos estuvimos conversando un buen rato entre risas. Cuando nos
quedamos solos (el resto había desaparecido entre la preocupación por los
libros de biblioteca, las fotocopias, las coordinaciones de grupo para los
trabajos del fin de semana, etc.) charlamos y bromeamos unos minutos más, y
quedamos en ir al cine el fin de semana, a ver Jurassic Park.
Allí empezó todo.
Enamoramos por dos años y luego decidimos vivir juntos contra toda oposición.
Los dos primeros años, del enamoramiento, iba a buscarla o venía por mí a la
facultad. Por las tardes, solíamos cumplir nuestros pequeños planes que se
hicieron rutina: ir al cine, a tomar helados a la avenida Ejército, pasear por
Yanahuara... Irene me hacía sentir de maravilla, no había comparación con las
experiencias anteriores y eso me ponía seguro, y sentía que había encontrado la
otra parte de mi vida.
Los dos primeros años y
algo más de vivir juntos, los pasamos: ella del instituto por las mañanas a
dependienta en una tienda de calzados por las tardes. Yo de la universidad en
las mañanas a dictar clases sin tregua toda la tarde en una academia de
estudios preuniversitarios anuales. Por supuesto, las matemáticas son mi
fuerte, aunque de nada me sirven ahora.
Aquella época fue
maravillosa. Recuerdo que teníamos alquilado un cuartito en Miraflores. Los
sábados y domingos, después del almuerzo, que preparábamos nosotros, solíamos
hacer una siesta de una hora, o ver televisión, y, luego, hacíamos el amor
hasta el anochecer. Después, salíamos a la calle a cenar algo ligero; y a la
vuelta, a preocuparnos por el lunes, las clases a preparar en mi caso (por esa
época, no le daba ya mucha importancia a la universidad), y después de una ducha,
de nuevo a la cama.
El dinero no nos sobraba,
pero no había quejas. Con nuestros salarios y las mensualidades modestas que
Irene recibía de su madre, a escondidas, sin que el padre se enterara, y la
mensualidad que mi padre me daba casi siempre (algún mes podía fallar) se
estaba bien. En ocasiones, teníamos nuestras riñas de guardería, pero nada
serio. Sin duda, fue una buena época.
Ahora todo ha cambiado,
incluso Irene. Vivimos un año y medio en casa de sus padres. Tenemos alquilada
una tiendecita en la avenida Estados Unidos. Allí pusimos una librería discreta
y unas maquinas de fotocopiar (debemos ganarnos la vida de algún modo). Irene
atiende el negocio por las mañanas, y yo por las tardes. Creo que lo hacemos de
este modo para evitar el toparnos las tantas horas que tiene el día. Todo es
tácito. Todo se desgasta. A veces pienso en marcharme, pero algo me lo impide,
no es lástima, ni el tener que cumplir con ella o su familia. ¿Qué es? No lo
sé.
Como dije, la reemplazo en
la tienda de fotocopiar por las tardes, a la una. Para esto, cruzo a diario las
calles de Juan Pablo, desde la casa de los padres de ella hasta la avenida. Y
también cruzo el parque en el que estoy ahora fumando con tranquilidad, sentado
en este banco de concreto frente a la casa rosada de dos pisos, en la que
observo, ya con el deseo remansado, exhalando bocanadas de humo, la ventana
vertical casi transparente, al fondo, sobre la puerta del garaje de esa casa,
en la que unos minutos antes, la mujer, la joven, se jabonara bajo la ducha con
ademanes truculentos, como si intuyera desde hace tiempo que la observo y no
quisiese negarme su acto.
Así ocurre desde hace
mucho. Un juego repetitivo. Y, aunque suene mal, esto alivia mi alma y no me siento
ridículo como antes, lo confieso, y en virtud de este alivio decido
quedarme unos minutos más a fumar otro
cigarrillo, en este parque, que exhibe un verde maravilloso...
*Cuento publicado en el libro “Bajo la lluvia” (2009).
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